Malas conjeturas.
Se despertó con la caída de la rutina apoyándose pesadamente en sus hombros, pero no le importó.
Vistió los mismos vaqueros, deportivas y optó por una camisa negra que había tenido olvidada en lo más hondo del armario por tacharla de maldita. Tan sólo recordaba malos momentos con esa camisa puesta. En cambio, no se planteó no vestirla, pues el sueño aún no se había despegado de sus ojos y el calor sofocante de la fiebre sufrida, hará días atrás, le nublaba todavía la vista.
Cogió las llaves, auriculares y móvil y marchó a la parada.
Como cada domingo, el autobús llegó con cuatro minutos de atraso y perdió uno más para ponerse en marcha y continuar su trayecto, a pesar de que tan sólo había dos pasajeros más (una anciana y un hombre maduro) a los que recoger. Y los veinte minutos, ya típicos, de recorrida hasta la parada común. Y de la bajada en dicha parada, cinco minutos más que andar hasta la esquina. Esa esquina que tanto conocía ya, cada domingo, a la misma hora.
Miró el reloj del móvil. Faltaban apenas los dos fatídicos y odiados minutos para que apareciera, con su vestido azul vaquero, sus piernas huesudas apoyadas por las converse gastadas.
Un minuto. Comenzó a juguetear con sus uñas, nervioso.
Apenas unos segundos. Levantó la mirada al frente, expectante.
Pasaron los segundos. La calle vacía gritaba el silencio de la madrugada, del sol nacer.
Y nadie apareció en la esquina.
Se sintió defraudado y avergonzado de nuevo.
Dejó que el peso que cargaban sus hombros pudiera con él y se dejó caer, sentándose en el suelo que conocía mejor que él, cansado.
No volverá a repetirse el próximo domingo, se dijo, pero de sobra sabía que volvería a ocurrir. Volvería a amanecer cada semana, a madrugar a la pesada hora de la seis de la mañana lloviese o nevase, para coger el bus y andar hacia aquella esquina a la espera de alguien que nunca llegará, que jamás le esperaría y que, lo más probable, que no sabía ni su existencia.
Se sintió mareado, sin saber muy bien si a causa de la fiebre que aún sufría o por la desesperanza, y hundió el rostro en sus manos, como muestra de rechazo al mundo y su tiempo. Comenzó a hacer frío, a soplar el viento del gélido noviembre presente, y sintió cómo la brisa se aventuraba entre la negra camisa del chico (la camisa de las malas conjeturas), acariciándole el pecho y haciéndola bailar.
El sol terminó de nacer, dejando mostrar toda la luz de su cuerpo de estrella.
Pero una sombra aún tapaba el cuerpo del chico.
Este no se atrevió a levantar la vista hasta que logró divisar unas converse negras gastadas justo en frente de sus deportivas.
Y allí estaba, tapándole el sol.
Y bastó ver su mirada para saber que ella también le había estado esperando. Quizá con unos minutos de atraso, quizá con unos de antelación, pero siempre esperando.