La calesa se detuvo en seco
unos escasos metros en frente del pequeño puente de piedra, el cual daba el
pasaje de entrada al siniestro pueblo fantasma. El cochero intentó mantener
bajo control al caballo mediante las riendas, pues el animal se había puesto a
relinchar y piafar furiosamente nada más divisar el puente. A pesar de ello, el
animal no avanzó ni un solo paso.
El hombre suspiró antes de
decir:
—Me temo que hasta aquí puedo
llegar, Herr.
En parte lo agradecía, pero
no quiso mostrar sus sentimientos abiertamente al cliente. Sabía que se rumoreaban
cosas. Cosas feas sobre maldiciones y brujas en el interior de aquel fantasmagórico
pueblo, lo suficientemente creíbles como para no adentrarse en el lugar.
La puerta del carruaje
se abrió lentamente, y un joven muchacho de ropajes formales y oscuros bajó de
él. Cogió sus dos maletines de piel y, mientras tendía el dinero prometido al
cochero, le sonrió, formando hoyuelos en su fina piel blanquecina (típica de
gente de ciudad), y haciendo que sus ojos (color oro viejo, cómo olvidarlos) se
empequeñeceran con cierta simpatía. Su jovial aspecto tranquilizó en parte al
cochero.
—Muchas gracias por el largo
viaje, ha sido muy amable al acceder recorrer tantos kilómetros desde la ciudad
por mí. No he tenido oportunidad para caer en manos del aburrimiento por su
atenta compañía, señor —extendió la mano, portando dos grandes monedas de oro y
una de plata. Al dejarlas caer en las morenas manos del cochero, éste pudo
sentir por la leve rozadura la frialdad corporal que tenía el joven, haciendo
que un leve escalofrío recorrierra toda su espalda —. Le estoy muy
agradecido... Espero volver a disfrutar de su atención. Tenga esto para
compensar el largo tiempo perdido.
Y le tendió dos monedas de
plata más, que el hombre aceptó sin palabra alguna e inclinando la cabeza en
señal de gratitud.
El joven cargó sus manos con
sus pesadas maletas y marchó al puente, el cual cruzó con paso lento y
tranquilo. El sonido de las aguas negras sonaba débilmente, acompañado por algún
que otro graznido procedente de los cuervos que habitaban el bosque que rodeaba
al pueblo.
En realidad, el cochero tan
sólo había conversado un poco con él en las dos horas de viaje. Muy poco, de
hecho. La mayoría del tiempo el chico había estado callado, sin formar un solo
ruido, mirando por la ventada con aire ausente y pensativo. No se inmutó con
las frías corrientes de aire que golpeaban su rostro con fuerza, haciendo
bailar sus cabellos negros.
Tuvo que morderse los labios
para intentar no llamarle y preguntar por qué había ido a aquel lugar tan
muerto.
Era un chico
joven, y no en comparación con lo personal, sino que no superaría los treinta
años. Simpático, amable... quizá no muy sociable, pero rico en todos los
sentidos, pues se apreciaba en su mirada la cultura, en sus ropajes la
elegancia y en la apariencia de sus maletas la fortuna.
Cuando analizó
en la ciudad su rostro, antes de aceptar el viaje que el joven le proponía,
pudo captar un aire aturnino en su interior, distante. Pero estaba seguro de
que todo aquello se debía solo a un momento malo que estaba pasando. Algún ser
querido difunto, o la pérdida o escapada de una mujer. Parecía un hombre
bastante pasional, de eso estaba muy seguro.
Pero si buscaba
consuelo, sin duda aquel no era el lugar idóneo para encontrar una escapada a
su pasado, fuera cual fuese.
Miró el puente.
El chico había desaparecido. Una segunda gota de lluvia fría cayó por su
frente. Pensó en quedarse aquella noche en el pueblo.
El caballo
encabritó.
Sacudió la
cabeza, intentando que esos pensamientos se alegaran de su mente, e hizo que el
animal diese media vuelta y casi galopara hacia la ciudad. Ni siquiera se
detuvo a encender los faros. Quería alejarse de allí cuanto antes. La noche le
pisaba los talones, y parecía que ahí vivía la misma muerte, que le lamía la
nuca con cada suspiro.
Dio un latigazo
al caballo para que corriera más deprisa.
Ni muerto se
quedaba una noche en aquel pueblo.
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